El día de mi presentación, el palacio brillaba en todo su esplendor. Los pasillos de mármol reflejaban la luz de los candelabros, cada chispa y adorno parecía magnificar la riqueza de todo lo que tocaba.
A lo largo de mi vida, los sirvientes me miraban con sorpresa y admiración, confundidos, tal vez, por una apariencia que nunca sentí mía. Me habían confundido con una princesa, pero no estaba seguro de si me agradaba esa confusión. Mientras caminaba por los pasillos, mi corazón latía con fuerza. La imagen que reflejaba el espejo era una figura deslumbrante, con el cabello dorado como las hojas de otoño y los ojos verdes que cambiaban de tonalidad, como si el miedo y la incertidumbre se manifestaran en ellos.
A medida que avanzaba, mis pasos se sentían más pesados, como si el suelo, en su silencio, se resistiera a aceptar mi avance, a la realidad que no quería llegar en mis recuerdos.
El murmullo de los nobles, alineados a lo largo de la sala, se mezclaba con la música festiva, creando una atmósfera perfecta, que me permitió oír esas palabras: "¿Es una princesa?", susurraban entre ellos. Aquellas palabras perforaron mi confianza, haciéndome sentir como una marioneta cuyos hilos se estiraban y se tensaban a cada paso.
Al llegar al centro del salón, la música y los aplausos se desvanecieron de golpe, como si un velo invisible hubiera caído entre ellos y yo. Las luces de la sala brillaban, pero de alguna manera, sentía que todo me alejaba de mis recuerdos.
"¡Los Winter están destinados a grandes proezas!", gritaron los nobles con alegría. ¿Acaso… realmente celebraban mi llegada, o simplemente se preparaban para alguien que no poseía talento?
"Es momento de brillar, mi pequeño Ethan. Ya cumpliste ocho años". Dijeron mis hermanas con perfecta sincronía, como si cada palabra fuera parte de una ceremonia escrita de antemano. Todo parecía estar en su lugar, pero al observar sus rostros, algo no encajaba. Aurora apretó ligeramente los labios, como si contuviera un suspiro, o algo mucho más profundo que no se atrevía a expresar. Luna, por su parte, desvió la mirada, buscando refugio en cualquier objeto cercano, evitando a toda costa cruzar sus ojos con los míos.
A pesar de que sus sonrisas eran radiantes, algo en ellas las distorsionaba. Aunque la competencia por el trono había llegado a su fin, las cicatrices de sus enfrentamientos seguían abiertas, sin sanar del todo.
Las luces y el sonido de la música se fueron apagando lentamente, y de pronto todo se volvió oscuro. La expectación de los nobles, los murmullos de mi familia, se desvanecieron como ecos lejanos. El aire se volvió pesado, frío, y el suelo de mármol bajo mis pies se tornó áspero, como si ya no fuera parte del palacio. Solo quedaba el silencio y el latido agitado de mi corazón.
Mis ojos se ajustaron a la oscuridad, y cuando parpadeé, me encontré frente a las lápidas que marcaban el descanso de mi familia. El viento helado me cortaba la piel, y el olor de las flores me recordaron mi triste realidad.
En medio de mi silencio, la voz de mi madre resonó en mi mente: "Siempre estaré a tu lado, Ethan. Aunque el tiempo y el espacio nos separen, algún día nuestros caminos se unirán."
Una gota de lluvia se posó sobre mis pestañas. Luego otra. Y otra más, como si el cielo también comenzara a llorar. Abrí los ojos sin saber cuánto tiempo había pasado inmóvil frente a las lápidas.
El silencio acompañó mi sufrimiento, hasta que el sonido de la lluvia se mezcló con un traqueteo lejano, que se hacía cada vez más intenso. Me giré, y a lo lejos distinguí a un jinete que cabalgaba con el porte recto como si cargara un importante deber. Su capa ondeaba a su espalda como la estela de una bandera.
Su silueta era inconfundible, incluso antes de verla con claridad. Cuando se detuvo a pocos metros, bajó de un salto sin titubear. Sus botas se hundieron en la tierra mojada, pero su postura permaneció firme, como si hasta el suelo reconociera que no debía interponerse en su camino.
—Mi señor —dijo, inclinando la cabeza—. Vengo a cumplir con mis obligaciones, y a informarle sobre la situación en el sur.
Al oír sus palabras, comprendí que los problemas nunca me dejarían en paz. Solo entonces noté lo heladas que estaban mis manos… y lo empapado que estaba por la lluvia.
No tenía fuerzas para mover los labios. Asentí en silencio, aceptando su voz.
—Los Halcones no le reconocen como el nuevo rey. El duque está instigando a los demás nobles para que se unan a su causa. En sus cartas… lo llaman "el niño rey". Si esto sigue así, es posible que haya una rebelión.
Tan pronto como terminó, alzó la mirada y la observé: en sus ojos había determinación. En los míos, solo el vacío de la soledad.
Al doblar una rodilla, dejé caer la mano sobre su hombro y le ordené que se pusiera en pie.
Ester era una joven en quien siempre podía confiar. Tal vez por eso, mi cuerpo cedió al impulso de rendirse en sus brazos. Aquel acto de protección se hizo presente: me sostuvo con gentileza, y alzó su capa para cubrirme de la lluvia.
—Desearía que las cosas fueran como antes… ¿Acaso es mucho pedir?
—Mi señor… —ella no encontró las palabras adecuadas. Pero sus acciones me demostraban lo que su voz no lograba decir—. Debemos irnos. Esta lluvia lastimará su cuerpo.
Sin decir más, me cargó entre sus brazos y me llevó hasta el corcel. Cabalgamos juntos hasta la limusina que nos esperaba al final del sendero. En el trayecto, mi espalda se hundió contra su pecho. Deseaba que ese momento durara un poco más, y que el calor de su cuerpo ahogara por un momento el peso de mi corona. Pero mis deberes y obligaciones como joven rey, demandaban mi presencia en el consejo.