Con cuidado acomodó a Nadia, todavía inconsciente, sobre el colchón, sintiendo cómo este cedía en respuesta a su deseo de protegerla de la cruda realidad que él estaba por enfrentar. Al volverse hacia Sofía, apenas pudo distinguir su perfil, bañado por la escasa luz de la habitación; su piel, casi translúcida, la hacía parecer un ser etéreo. Al acercarse, sus ojos estaban desorbitados y vacíos, como si guardaran secretos que esperaban ser descubiertos.
—Necesitas prepararte… la verdad será difícil de procesar… —susurró Sofía, con la voz al borde del colapso.
Antes de que terminara la frase, la oscuridad se cerró sobre ellos como un animal al acecho. Sin perder un segundo, Ella corrió hasta el armario y rebuscó entre los trapos hasta encontrar un frasco de aceite. De vuelta junto a la lámpara, vertió el líquido con manos temblorosas sobre la mecha agonizante. Al contacto, ésta chisporroteó y se alzó en destellos que arrojaban un resplandor inestable sobre las antiguas paredes.
Ethan no se movió; se quedó mirando esa luz, y al hacerlo, algo dentro de él se quebró. Apretó los puños, sintiendo cómo las palabras de Sofía le provocaban un escalofrío que trepaba por su espalda. No era la verdad en sí lo que más lo sacudía, sino la forma en que ella la pronunciaba: con una calma resignada, como si ya se hubiese rendido antes siquiera de luchar. Y lo que más le preocupó fue que ella comenzó a desabotonarse la camisa hasta dejar al descubierto su pecho, donde él pudo ver una cicatriz: la prueba silenciosa de su derrota.
Horas después de aquella confesión, Isaac sentía su pulso martillar bajo la piel, como un tambor que exigía ser escuchado. Un dolor punzante le atravesaba cada fibra, como si hubiese sido flagelado durante días. Parpadeó con esfuerzo, como un acto de voluntad contra la oscuridad que le nublaba los sentidos. Al incorporarse, sus rodillas casi cedieron; sin embargo, un hilo de voluntad lo obligó a seguir adelante, guiado únicamente por una fragancia tenue que flotaba en el aire.
Cuando aquel aroma lo condujo hasta ella, intentó sonreír, pero solo consiguió una mueca de dolor. Una lágrima sincera surcó su mejilla, acompañada de un suave gemido. En ese instante, Sofía abrió los ojos con un parpadeo seco, como si el lazo que los unía nunca se hubiera roto. Con manos expertas y cansadas, encendió la lámpara; la llama danzó en su mirada, proyectando destellos dorados que, a la vez, parecieron incendiar y curar el mundo de Isaac.
—Tranquilo… ya estoy aquí —susurró Sofía, deslizando una mano por su frente con la ternura de quien ha esperado toda la vida ese reencuentro.
El leve temblor de mis dedos confirmó que el dolor persistía en mi cuerpo, pero Nadia permanecía serena a mi lado. Apoyado contra el respaldo de la cama, la vi acercar el cuenco de agua y depositarlo sobre la mesilla. Mientras el paño fresco reposaba en mi frente, un recuerdo de la infancia volvió a latir en mi memoria: de niño, mi madre me enseñó a no quejarme de la debilidad, pues esta enfermedad, con el tiempo, desaparecería si yo me volvía más fuerte.
Anhelaba la fuerza de mi hermana Aurora, para no estar tan a merced de mi propia debilidad. Y si al menos poseyera el intelecto de mi hermana Luna, quizá habría previsto mi destino y evitado está desesperada situación. Sobre todas las cosas, deseaba con fervor tener a mi madre Estela… familia… como las extraño.
Al pasar algunos minutos, el silencio de la habitación era tan absoluto que cada gota de aceite en la lámpara retumbaba como un latido inquietante, recordándome la vida que se consumía gota a gota. De pronto, Nadia comenzó a tararear aquella nana que mi madre me cantaba:
—Duerme, que el viento arrulla el mar —la melodía me envolvió en una paz que era difícil de explicar. Sentí cómo el murmullo de su voz acariciaba mis oídos y arrastraba lejos esta pesadilla. Por primera vez desde que llegamos a este lugar, mis párpados se rindieron. Su voz fue el último sonido antes de entregarme a un sueño hondo y reparador.
No supe cuánto dormí. Al abrir los párpados, el aire era tan denso que me provocaba ardor en la garganta: la humedad rancia y el humo de aceite quemado, era tal como lo recordaba.
Al sentirme un poco mejor, intenté trazar un plan de escape, pero la fiebre nublaba mis pensamientos. Apoyé las palmas en el viejo colchón, sintiendo la madera a través de la tela, y entonces alguien deslizó un cuenco bajo mi codo.
—Señorita, por favor, cálmese —dijo una voz enérgica suave pero firme—. No es momento de rendirse. Esto es lo único que pudimos preparar.
Levanté la mirada con incredulidad. El que me hablaba era Isaac, uno de los cuatro jóvenes que compartía mi destino. Solté un suspiro resignado; por un instante olvidé dónde estaba, y solo sentí el rugido de mi estómago. Al notar su gesto de ayuda, me ruboricé.
—No me llames "señorita" —musité, mientras me incorporaba con esfuerzo—. Soy Ethan Winter. Gracias por la comida… Isaac.
—Mil disculpas —respondió él, arrojando una mirada fugaz de pena antes de girarse y reunirse con los demás.
Con el paso del tiempo, Nadia empezó a aceptar que esta extraña realidad podría ser su nueva vida. No sabíamos si aún era tarde o ya amanecía; simplemente llamábamos "noche" al momento en que el sueño nos vencía.
Minutos después de que todos se acomodaran, volví a pensar en el caos que debía estarse desatando en Roster por mi ausencia en el trono. El pensamiento me rasgó como una espina.
Justo cuando cerraba los párpados, un golpe seco me estremeció. No era el arrastrar habitual de botas: sonó como un anuncio de desgracia, tal como Sofía me había advertido.
Nadia contuvo la respiración y, con pasos apresurados, corrió directo a mis brazos, sin soltarme ni un segundo. Sofía alzó la lámpara; la llama vaciló, proyectando sombras danzantes sobre las paredes como presagios que cobraban forma.
Antes de que pudiéramos reaccionar, la puerta de metal se abrió con un chirrido que rasgó el silencio. Respiré hondo… y suspiré, aceptando mi destino.
Las luces artificiales parpadearon dos veces, y un resplandor abrumador inundó la estancia. Nos tomó un par de segundos adaptarnos. Cuando por fin mis ojos lograron enfocar, sentí un vuelco en el pecho: un grupo de hombres encapuchados avanzaba hacia nosotros. Intenté hablar, pero mis labios no respondieron.
—¡Bajen las armas ahora mismo! —vociferó el líder, su voz ronca imponiéndose sobre el eco de los cascos.
En un gesto seco y sincronizado, los secuaces deslizaron sus fusiles detrás de la espalda. El líder se adelantó. Aunque su estatura no era imponente, había en su presencia un misterio inquietante. Caminó entre nosotros con lentitud, deteniéndose frente a cada uno. Luego sin mediar palabras, alzó una mano y rozó mi mejilla con la yema de los dedos. No fue un gesto amable, sino quirúrgico… como quien examina una herida. Repitió el mismo acto con los demás, como si buscara algo que solo él sabía identificar.
—Parece que aún conservan algo de fuerza —dijo el líder, su voz era amortiguada tras una máscara de gas que no relevaba su rostro—. Díganme… ¿qué los mantiene cuerdos en este lugar?
Nadia y yo nos miramos, compartiendo un silencio que decía más que mil palabras. Él hombre movió la cabeza y empujó su máscara hacia arriba con un gesto mecánico, como si apartara un obstáculo antes de seguir interrogándonos.
—Quiero saber hasta dónde su cordura los llevara —dijo entonces, con una calma tan afilada que dolía.
Apoyé el puño sobre mi pecho. El golpe sonó leve, pero fue suficiente.
—Debo salir de aquí —declaré, con la mirada fija en sus ojos velados—. Mi reino necesita a su rey. Si la guerra ha comenzado… es mi deber detenerla.
Aunque no podía ver sus ojos, su aliento entrecortado delataba preocupación. Intenté, por todos los medios, usar esa debilidad… pero el infeliz continuó observándome con una mezcla de escepticismo y curiosidad.
A mi lado, Nadia soltó un leve suspiro, como si mi determinación le prestara la suya. Respiré hondo y, por un instante, al mirar la puerta, imaginé el estruendo de los tambores de guerra resonando más allá de estas paredes.
—Lamento que tu libertad ya no esté en mis manos —murmuró, desviando la mirada.
Levanté la barbilla y clavé en él una mirada solemne:
—Si insisten en retenerme, estén seguros de que Roster irá por sus cabezas. No importa quiénes sean ni qué busquen… porque tarde o temprano, sus cabezas rodarán.
Un murmullo se extendió entre los encapuchados. Apreté los dientes, llevé las manos al borde de mi camisa y, con firmeza, dejé al descubierto el león dorado bordado sobre el pecho. La placa real que sostenía brilló bajo la luz, confirmando lo que ellos se negaban a aceptar: yo era el legítimo rey, a quien secuestraron.
El silencio se volvió denso. Incluso el líder vaciló por un instante… pero su resolución pronto se endureció:
—Es demasiado tarde, joven Winter —dijo sin titubeos—. Mientras estabas aquí… la guerra ya había comenzado.
Sus palabras confirmaron mis peores temores. Aquello que me negaba a aceptar, ahora se mostraba con una claridad. Sofía e Isaac tragaron saliva y asintieron en silencio, testigos mudos de mi derrota.
Al doblar las rodillas, el suelo pareció ceder bajo el peso de mi culpa. Con manos temblorosas, apreté el relicario contra mi pecho, buscando en él un eco de consuelo, algo que me devolviera las ganas de seguir luchando.
Al levantar la mirada, juré ver los rostros abatidos de aquellos que habían confiado en mí… uno a uno enfrentando el vacío que dejaba mi ausencia.
—Descansa, joven Winter —dijo el líder con una calma que no invitaba a discutir—. Debo marcharme, pero con el tiempo… comprenderás tu propósito.
Sin más que decir, los hombres retrocedieron. La puerta de hierro se cerró con un estrépito que marcó, el final de mi destino.
Con el paso de los días, una fiebre implacable sacudía el cuerpo de Ethan, arrancándole fuerzas con cada oleada. Recostado entre las almohadas, sentía el sudor deslizarse por su frente, y el temblor en sus manos lo obligaba a aferrarse al relicario con desesperación. Cada tos seca y ardiente, le clavaba agujas en el pecho.
A su lado, Nadia lo cuidaba en silencio, con los ojos llenos de una angustia que no sabía ocultar. Sus dedos, temblorosos, empapaban una y otra vez el paño que pasaba por la frente de su amado, como si ese gesto bastara para detener lo que estaba por suceder.
Isaac, desde una esquina, bastoneaba el suelo con el pie, incapaz de esconder la frustración de su impotencia.
Ethan ya no tenía fuerzas para hablar, apenas para pensar. Pero en ese espacio donde la mente flota entre la fiebre y el delirio, recordó por qué había aceptado el peso de la corona. Lo hizo para protegerlos, para que otros no tuvieran que cargar con el dolor que a él le había tocado. Tal vez, en ese deseo de salvación ajena, encontró sentido a su sacrificio.
Por un instante, algo parecido a la paz inundó su pecho. El pensamiento de morir ya no lo aterraba: lo sentía como un umbral de paz, un plano que lo llamaba.
Al oír las voces de su familia, fue como escuchar el murmullo de un arroyo en calma. Esa alegría, aunque teñida de amargura, mantenía viva una parte de él, atada aún al presente. A su alrededor, la voz desesperada de Nadia rompía el silencio con súplicas temblorosas, aferrándose a sus últimos suspiros como si pudiera retenerlo.
Debatiéndose entre ceder al descanso o resistir una vez más, Ethan sintió que la paz —esa paz que su corazón tanto anhelaba— le susurraba al oído.
"Tal vez, al fin... el despertar de mi sueño se hará realidad."
Un golpe seco sacudió la puerta de hierro. Primero tímido, luego insistente. Ethan entrecerró los párpados, aferrado una vez más al relicario, y vio a Nadia postrada junto a él, rogándole que no la dejara sola.
El eco de botas se filtró nuevamente en la habitación, y un segundo después, los guardias irrumpieron con violencia. Tras ellos, apareció el líder. Él no podía mover la cabeza; ni siquiera encontraba la fuerza para odiarlo.
—Tu tiempo se acaba, joven Winter —anunció con voz firme, aunque no exenta de urgencia—. Pero no permitiré que mis planes se pierdan en el camino.
Ethan apretó los puños con debilidad sobre la sábana mientras la fiebre le velaba la vista. Nadia soltó un sollozo y se interpuso entre ellos, decida a que no se lo llevaran de su lado. Isaac retrocedió, incapaz de sostenerle la mirada. Sofía dio un paso al frente, intentando proteger a su amiga del destino cruel que se avecinaba... pero el miedo le ató los pies, como una cadena invisible.