Cherreads

Chapter 5 - Capítulo VII – La Forja del Hábito

Desperté.

El cielo había cambiado. Las nubes eran más densas. El viento olía a tierra caliente, como después de una tormenta que aún no cae. Mi camisa tenía marcas de sudor, pero no por el entrenamiento. Me dolía el pecho, como si hubiera gritado en el sueño y nadie me hubiera oído. No recordaba bien el sueño, pero la sensación persistía: una mezcla de vacío y revelación, como si algo dentro de mí hubiera sido arrancado y, en su lugar, otra cosa hubiese nacido.

Frente a mí, mi maestro ya estaba de pie, con los brazos cruzados y su sombra cubriéndome el rostro.

—Veo que tuviste un buen sueño —dijo sin mover un músculo. Su voz tenía un eco extraño, como si ya supiera lo que había visto—. ¿Estás listo para continuar?

No supe qué responder. Solo asentí. Pero dentro de mí, algo ya se había roto. Y algo más... había despertado.

Aún atontado, me incorporé. El cansancio se había ido. Sentía el cuerpo más ligero, como si hubiera soltado algo que llevaba años cargando sin darme cuenta. No sabía qué había sido ese sueño, pero la cascada… esa imagen seguía conmigo: pura, inquebrantable. Su caída silenciosa entre los fragmentos del mundo, la figura en medio del fuego blanco, el estanque transparente… todo eso me había marcado más profundamente de lo que estaba dispuesto a admitir.

Sacudí la tierra de mi ropa y asentí con decisión.

—Estoy listo para continuar.

El anciano caminó unos pasos por la hierba hasta donde habíamos dejado las espadas de madera. La tomó con una sola mano, como si no pesara nada. El sol aún estaba bajo, apenas dibujando sombras largas sobre el suelo húmedo. El aire era fresco, pero cargado de la promesa de un día duro.

—Bien. Antes de empezar, debo decirte algo: tu condición no es algo que se pueda "curar". No puedes deshacerte de ella con fuerza de voluntad, ni desaparecerla entrenando como un loco. Pero sí podemos mejorar tu resistencia. Y eso ya es mucho.

Su sinceridad me sacudió. Parte de mí esperaba que dijera que con suficiente esfuerzo, todo se arreglaría. Que era cuestión de tiempo, de coraje, de “querer es poder”. Pero no. No fue condescendiente. Fue honesto. Directo. Necesario.

—¿Entonces... puedo convertirme en espadachín? —pregunté, con el miedo colgando de la voz. Me odiaba por hacer esa pregunta, pero necesitaba oír la respuesta.

—Eso no lo sé. Dependerá solo de ti —respondió con firmeza—. Pero si quieres tener una oportunidad, debes empezar por aprender a respirar.

Hizo una pausa y se giró completamente hacia mí.

—Debes llenar tus pulmones antes de mover la espada. Inhalar mientras cargas el cuerpo, exhalar justo al liberar el tajo. Lo mismo al correr, al girar, al resistir un golpe. Si tu respiración se rompe, todo lo demás cae con ella. ¿Entiendes lo que digo?

Asentí lentamente.

—Sí… cuando paso mi límite, siento que... me arrancan el aliento. Todo se vuelve borroso, la luz se intensifica, los sonidos se deforman. Mi cuerpo se vuelve... inútil. No puedo sostener nada, no puedo ver bien. Como si cada parte de mí se apagara de a poco.

El maestro no dijo nada al principio. Solo me escuchó. Con atención. Como si cada palabra que decía fuera una pieza que analizaba antes de decidir cómo ayudarme. Luego asintió, más para sí que para mí.

—Debe ser insoportable —dijo al fin, con un tono sereno. No con lástima, sino con respeto.

—Lo es —admití, bajando la cabeza—. Pero... si puedo retrasar esos efectos. Si logro que tarden más en aparecer, entonces podré pelear, aunque sea un poco más. Aunque sea solo cinco minutos más. Eso me basta.

El anciano asintió, esta vez con una leve sonrisa que parecía cincelada por años de esfuerzo y pérdidas.

—Exacto. No necesitas ser invulnerable. Solo necesitas durar lo suficiente. Aprender a resistir. Cada respiro será tu escudo. Así que… respira, Vicktor. Hazlo como si tu vida dependiera de ello, porque lo hace.

Extendió la espada hacia mí. Su postura era tan sólida, tan disciplinada, que por un momento dudé si era un humano o una estatua de guerra forjada por los dioses.

—Ahora, repite los movimientos. Pero esta vez… respira como si fuera parte del tajo. Si lo haces bien, lo sabrás.

Tomé mi espada de madera. Cerré los ojos.

Inhalé.

Y empecé a moverme.

La rutina de la mañana continuó. Esta vez repetí todos los movimientos, poniendo especial atención en mi respiración. Cada vez que me equivocaba, mi maestro me golpeaba con la espada de madera, sin piedad pero con intención. Me señalaba las posturas correctas, corregía mis errores y me detenía en seco si mi respiración no era la adecuada. No había lugar para la autocompasión. Solo para la corrección.

—Inhala antes, no durante —decía con tono seco—. No estás bailando, estás entrenando. El ritmo lo marca tu aliento, no tu impulso.

Cada corrección dolía, pero no como el golpe, sino como el peso de no estar a la altura. Aun así, me aferré al ritmo, a la técnica, al aire que entraba y salía de mis pulmones. Estaba decidido. Cada tajo era una promesa. Cada estocada, un desafío. Cada fallo, una piedra más en la escalera que debía construir bajo mis pies.

Antes de darme cuenta, el sol ya se estaba poniendo. Los rayos de luz que golpeaban los tejados se estiraban como dedos dorados que pronto serían tragados por la sombra. El aire se volvió más frío, la oscuridad comenzaba a tomar forma en la plaza. Los sonidos del día morían lentamente, reemplazados por el murmullo de las farolas encendidas y los pasos apurados de quienes regresaban a casa.

—Bien, eso es suficiente por hoy. Mañana continuaremos. Buen trabajo —dijo el anciano, satisfecho. Luego añadió—: A partir de mañana, estarás aquí temprano. Trabajarás día tras día, y al menos descansarás dos.

Estaba molido. Tenía rasguños leves, marcas de los golpes que me había dado. No dolían mucho, y seguro desaparecerían al amanecer. Pero estaba tan cansado que parecía que me había lanzado al río con toda la ropa puesta. La cabeza me daba vueltas y sabía que si intentaba caminar, no lograría dar ni tres pasos. Aun así, me sentía feliz. El anciano me había reconocido como aprendiz. Eso valía más que todo el dolor.

—Sí —respondí, con una sonrisa que apenas podía mantener—. Estaré aquí temprano. Incluso antes que usted.

Él me miró con una ceja levantada, y luego sonrió con esa expresión de quien ya ha vivido muchas historias.

—No te apresures demasiado. Estos ejercicios para mí no fueron nada… así que no tendré problema en levantarme de la cama mañana. Tú, en cambio… ya veremos.

Recogió su gabardina y su boina del suelo, se las echó al hombro y caminó tranquilo hacia el norte, como si la noche misma se abriera a su paso. Sus pasos eran lentos, pero firmes, como si cada uno marcara una frontera entre el presente y lo que aún debía conquistar.

Yo me quedé ahí. Quieto. No podía moverme. Si caminaba, me caía. Si me dejaba caer, sabía que no podría levantarme. Pero estaba feliz. Aunque mi cuerpo estaba hecho un desastre, mi corazón no lo estaba. Mi condición era horrible, sí, pero… lo estaba intentando. Y ese intento, por primera vez, no me parecía en vano.

Sin que me diera cuenta, mi madre apareció detrás de mí. Silenciosa como siempre. Tomó uno de mis brazos con suavidad.

—Puedes apoyarte en mí. Es hora de ir a casa.

Arrastraba los pies. Cada paso pesaba como si llevara el mundo encima. Me sabía inútil en ese momento, pero aún así lo dije:

—Siento que tengas que llevarme así, madre…

—No importa —respondió con una sonrisa—. Te has esforzado mucho. Es lo menos que puedo hacer.

Todo el camino a casa fuimos hablando del entrenamiento. De lo difícil que había sido, de lo que comeríamos mañana, de si mis músculos empezarían a crecer o si acabaría como el anciano: flaco pero mortal. Pequeñas cosas. Cosas nuestras. Cosas que daban sentido al cansancio.

Al llegar, mi padre me acompañó al pozo para lavarnos. El agua estaba fría, pero despertó lo poco que me quedaba de alma. Cenamos pollo con verduras cocidas, arroz y agua. Nada más. Nada menos. Me supo a banquete. Cada bocado me devolvía una pizca de energía, de dignidad. Al fin, me tumbé en la cama. La calidez de las cobijas, el silencio de mi cuarto, el murmullo de la casa... Era todo lo que necesitaba. El cuerpo aún me dolía, pero el alma estaba en calma. Cerré los ojos.

Y sin darme cuenta, me rendí al sueño.

A la mañana siguiente, la luz me golpeó la cara como una bofetada. No fue suave ni poética: fue despiadada. Y los gallos, como si estuvieran coludidos con el sol, no paraban de gritar.

(Mierda, mierda… ¡me quedé dormido!)

Salté de la cama. Me puse lo primero que encontré: una camisa verde arrugada, unos pantalones gastados y las botas medio abiertas, sin tiempo para los cordones. Abrí la puerta de mi habitación y el olor a pan tostado me golpeó como un anzuelo.

En la mesa había varias hogazas. No pregunté. Las metí todas al bolso mientras pasaba junto a mis hermanas, que desayunaban como si el fin del mundo no tuviera prisa.

—Nuestro héroe decidió despertar —dijo Auri, dándole un mordisco a su pan.

—Dormías con la boca abierta. Fue preocupante —añadió Lira, sirviéndose más queso como si fuera nobleza.

—No hablen así de su hermano —intervino mi padre desde su silla, con voz serena—. Ayer se rompió el lomo.

Me rasqué la cabeza con una sonrisa tonta, agradecido por el respaldo.

—Es verdad. Dormí como un saco de piedras. ¡Ya me voy!

Pero justo cuando alcanzaba la puerta, la voz de mi madre surgió desde la cocina como un disparo certero:

—¡Compra brochetas de cerdo al volver! Y nada de gastarlas en dulces otra vez. Toma.

Me lanzó unas monedas de cobre que casi no atrapo.

—¡Te quiero, madre! ¡Me porto bien, lo juro! —grité mientras salía volando por la puerta.

Corrí calle abajo, masticando una de las hogazas a medio camino, mientras en la otra mano sostenía una brocheta robada a una vendedora que aún no había abierto del todo su puesto. El aire era fresco, el sol ya empezaba a picar, y yo parecía más un ladrón de desayuno que un futuro espadachín.

Después de unas calles y varias mordidas, llegué jadeando a la plaza. Ahí estaba él.

El anciano ya estaba de pie, como una estatua viva, moviéndose con la espada como si el mundo se plegara a su ritmo. Su gabardina azul flotaba con cada giro, y sus pies apenas tocaban el suelo. Era como ver a alguien que no solo dominaba la espada… sino el tiempo mismo.

(Maldita sea... Ya empezó.)

—¡Buenos días! ¡Siento llegar tarde! —grité con voz entrecortada, perdiendo el aire.

—Llegas tarde —respondió sin voltear—. Veo que dormiste como tronco. Es normal, considerando que fue tu primer día de verdad.

—Lo siento por haber dicho que llegaría antes que usted… —incliné la cabeza varias veces, apenado, tragando saliva entre disculpas.

El anciano finalmente se giró y me observó con una media sonrisa.

—Ciertamente, eso dijiste. Pero no me molesta. Pronto tendrás suficiente disciplina para llegar temprano incluso si estás hecho polvo. Ahora, ¡en marcha!

Me arrojó una espada de madera. Esta vez era distinta: más grande y pesada.

—Esa es especial —dijo—. Debes blandirla una y otra vez, cuidando que la punta no toque el suelo.

(Ya empezamos fuerte otra vez… Bien, no lo decepcionaré).

—¡Lo haré, maestro! —respondí, y al instante, ¡pum! Recibí un golpe por no estar en la postura correcta.

Y así comenzó otra ronda infernal.

Blandía la espada, y si erraba la respiración, otro golpe. Si bajaba demasiado, otro golpe. El sudor me corría por la frente, mis brazos temblaban, y aun así no podía evitar sonreír. Era doloroso, pero estaba aprendiendo.

El proceso se repitió una y otra vez hasta que, por fin, se acercó el mediodía. El sol estaba alto y yo ya no sentía los brazos. Entonces, como un milagro, aparecieron ellas.

Mi madre y Lariza llegaron con el almuerzo, esta vez acompañadas por mis hermanas, y mi padre, que venían cargando cestas entre risas y discusiones. El olor a comida me hizo olvidar el dolor, al menos por un momento.

—¡Llegó la comida! —gritó una de mis hermanas, alzando una cesta como si fuera un trofeo.

—Espero que hoy hayas aguantado mejor —dijo Lariza con una sonrisa suave mientras me miraba. Y yo, por primera vez en el día, sentí que el cansancio valía la pena.

El grupo se acomodó sobre la manta extendida bajo la sombra de un gran roble, mientras las cestas se abrían y desplegaban el almuerzo: un guiso de carne con verduras, pan fresco, frutas y un jarro de agua fresca. El aire cálido y la tranquilidad del lugar hicieron que el cansancio del entrenamiento pareciera un poco más leve.

Mi madre comenzó a repartir la comida con cuidado mientras Lariza me lanzaba una sonrisa amable.

—Parece que el maestro no te está perdonando ni una —dijo Lariza, tomando un pedazo de pan—. ¿Estás bien? No pareces el mismo de ayer.

—No es nada —respondí intentando sonar seguro, aunque las rozaduras quemaban en cada músculo—. Solo estoy un poco… molido.

Mi madre intervino con tono firme pero cálido.

—El esfuerzo es necesario, Vicktor. Quiero que entiendas que esta rutina es para hacerte fuerte, no solo en el cuerpo sino también en la mente.

Lariza asintió mientras me miraba con atención.

—Mi padre siempre dice que para comerciar necesitas resistencia y paciencia. Creo que en eso y en la esgrima no hay mucha diferencia.

Reí un poco, sintiéndome mejor.

—Eso suena como un consejo sabio.

—Y además —continuó Lariza, con un tono ligeramente más bajo—, si te rompes, no podremos seguir con estos almuerzos juntos.

Mis mejillas se calentaron y desvié la mirada, tratando de ocultar la sonrisa.

—¿Entonces qué? ¿Me vas a cuidar como si fuera un saco de grano?

—Solo un poco, no quiero que te des por vencido.

En ese momento, mi hermana menor, que estaba sentada cerca, estalló en carcajadas.

—¡Vicktor débil! ¡Eso no puede ser!

—No digas eso —mi madre le dio un pequeño golpe en el brazo—. Ya veremos quién aguanta más.

Mi padre, que estaba apoyado en un tronco cercano, agregó con su voz profunda y calmada.

—Después del almuerzo, tendrás que ir a tus clases. Ya sabes, no solo de espadas se vive.

Asentí, aunque en el fondo la idea de volver a estudiar después de tanto esfuerzo me pesaba un poco.

—Sí, madre, padre —dije mientras tomaba un poco de agua—. Me acostumbraré a esto. Entrenar, comer, estudiar… y repetir.

Lariza sonrió y se inclinó ligeramente.

—Entonces, esto será nuestra rutina diaria. No suena tan mal, ¿verdad?

—No, para nada —respondí con sinceridad—. Hasta puede que me guste.

Mientras compartíamos el guiso y el pan bajo la sombra del árbol, una brisa ligera nos acariciaba el rostro. El sudor que me cubría comenzaba a secarse, y por primera vez en el día, me sentía algo humano. Lariza sacó de su cesta un frasco de cristal envuelto en tela.

—Mi madre preparó esto, dijo que podría ayudarte con el calor —comentó mientras me pasaba el frasco.

Lo destapé y el olor me golpeó: era jugo de limón con menta, bien frío. Bebí un trago largo y sentí que volvía a la vida.

—Dile que se lo agradezco, en serio. Esto es un milagro embotellado.

—Lo haré —dijo sonriendo—. Aunque fue idea mía, yo insistí. Vi cómo terminaste ayer.

—¿Tan mal me veías?

—Solo un poco —respondió, mirándome de reojo y dándole una mordida a su pan—. Como si te hubieras peleado con un caballo y perdido.

Mi hermana soltó una carcajada y yo fingí indignación.

—Qué apoyo tan incondicional… deberían darme una medalla solo por sobrevivir.

El maestro, que había estado comiendo en silencio, alzó una ceja.

—Por hoy solo te daré una palmada en la espalda... con la espada si vuelves a descuidar tu postura.

Todos rieron, incluso mi madre, mientras me lanzaba una mirada divertida.

—No olvides que después del almuerzo tienes clase con la señora Mireia. No quiero que llegues tarde —dijo, usando su voz de “madre con autoridad”.

—Lo sé, lo sé… Aunque después de esto, creo que lo único que podré aprender será cómo dormir con los ojos abiertos.

Lariza se limpió las manos y se acercó un poco más, como si esperara que nadie más escuchara.

—Hoy tenemos matemáticas, ¿no? Si quieres, después puedo ayudarte. Soy buena con los números… y tú eres bueno… con las espadas. Podríamos enseñarnos cosas.

—¿Un intercambio justo? —pregunté, ladeando la cabeza— ¿Y si resulta que soy mal maestro?

—Entonces me esforzaré más —respondió sin dudar—. ¿Tú harás lo mismo?

—Claro. Siempre.

Nos quedamos en silencio por un momento, compartiendo esa pausa, esa promesa disfrazada de palabras simples.

Mi madre comenzó a levantar las cosas mientras mis hermanas ya corrían por la plaza. Lariza la ayudaba con la manta. Antes de irse, me miró de nuevo y dijo:

—Te veré más tarde, Vicktor. No te duermas en clase.

Asentí, y antes de que se alejara, respondí:

—Solo si sueño contigo enseñándome matemáticas.

Ella se rió, divertida y sin incomodarse. Me hizo un gesto con la mano y se fue.

Después de que el maestro me diera una última instrucción para el día siguiente, me dirigí hacia el salón anexo a Iglesia, en esta ocasión debia tomar clases con la señora Mireia por qué el padre Simón enfermo. Era una mujer severa, con trenzas de plata y una voz que no permitía objeciones.

—Tarde, pero no perdido —dijo mientras me hacía entrar al salón.

Los demás ya estaban sentados, algunos garabateando en sus pizarras de madera. Tomé mi lugar y comencé a repasar los números y figuras, concentrándome tanto como podía, aunque mi cuerpo gritaba por descanso. Aun así, algo en mí empezaba a acostumbrarse al ritmo, a ese ciclo diario que apenas comenzaba a tomar forma.

Pensé en la espada, en el almuerzo, en Lariza... y en la extraña visión del sueño de ayer. Me pregunté qué papel jugaría todo eso en el camino que acababa de comenzar.

El salón donde estaba tomando clases con la señora Mireia era grande, de techos bajos y paredes recubiertas con estantes de libros. Se decía que había estudiado en tres ciudades diferentes antes de volver aquí para enseñarnos. Nadie se atrevía a contradecirla.

Tomé asiento entre dos compañeros que apenas me dirigieron una mirada. No por desprecio, sino porque todos estaban igual: somnolientos, abrumados por el calor y el peso de sus días. Algunos hijos de comerciantes, otros de artesanos... y yo, el único que olía a sudor seco y leña.

—Hoy repasaremos proporciones, reglas de comercio y cálculo rápido —dijo Mireia mientras escribía con tiza sobre la pizarra—. Y no quiero ver a nadie bostezando, o escribirán los ejercicios el doble de veces.

 Tragué saliva. Mi mano temblaba ligeramente al sostener la pizarra, pero no era por nervios: estaba agotado. Aun así, me forcé a mantener la espalda recta, la mirada atenta.

Lariza llegó un poco después, con la tranquilidad de quien domina cada tema que se enseña. Se sentó cerca de mí, y aunque no hablamos, su presencia me mantuvo despierto.

 Al principio, los números bailaban. Mireia iba de una fórmula a otra como si todo fuera tan natural como respirar. Yo, por otro lado, luchaba por mantenerme enfocado.

—Vicktor —llamó ella de pronto—. Si vendes tres sacos de grano a cinco monedas cada uno, y el comprador exige un descuento del veinte por ciento... ¿cuánto obtienes?

La tiza se detuvo. Todos me miraron. Yo parpadeé. Lariza me lanzó una mirada rápida, con las cejas ligeramente alzadas como diciendo “vamos, tú puedes”.

—Eh… tres sacos… serían quince monedas sin descuento… menos el veinte… eso es… tres monedas… entonces... doce.

—Correcto —asintió Mireia sin cambiar su expresión—. Al menos hoy no vendiste por debajo del costo.

Escuché una risa ligera en voz baja. Era Lariza.

 

La clase terminó al atardecer, cuando el cielo ya mostraba tonos naranjas y púrpuras. Salimos todos arrastrando los pies. Algunos regresaban a sus casas, otros a ayudar en los negocios de sus padres.

Yo, en cambio, pasaba unos minutos más en la plaza, sentado en el borde de una fuente, bebiendo lo último de mi agua.

—No lo hiciste mal hoy —dijo Lariza, acercándose con su mochila al hombro.

—Y eso que mi cerebro no estaba en su mejor momento. Creo que tengo músculos que no sabía que existían y ahora gritan.

—Bueno, tu cuenta fue correcta. Aunque… si vas a ayudarme con mis prácticas de espada, necesitarás más que buenos descuentos.

—¿Prácticas de espada?

—Claro. Algún día necesitaré aprender a defenderme. Y tú te ofreciste a enseñarme, ¿recuerdas?

—Pensé que era una metáfora. Pero… trato hecho.

Ambos sonreímos. Después nos despedimos y tomamos caminos distintos.

Con el paso de los días, la rutina se volvió parte de mí.

Por la mañana, me levantaba antes del canto del gallo (o lo intentaba), me vestía casi dormido y salía comiendo lo que encontraba. El entrenamiento comenzaba con movimientos básicos, resistencia, respiración y golpes. Mi maestro exigía más con cada jornada, pero también reconocía cada mejora, por pequeña que fuera.

Al mediodía, llegaba el almuerzo. Mi madre, Lariza y a veces mis hermanas traían comida, y entre risas, quejas por el cansancio, conversaciones sobre tareas y bromas, me recargaba emocionalmente.

Por la tarde, asistía a clases. Mireia se volvió parte de mi día tanto como el maestro. Las matemáticas ya no eran mis enemigas, y Lariza solía quedarse unos minutos después para repasar conmigo. Me ayudaba a entender, y yo le hablaba de cómo blandir una espada sin matarse en el intento.

A veces, me costaba mantenerme de pie. Otras, me dormía con los ojos abiertos. Pero cada noche, al llegar a casa, limpiarme en el pozo, cenar y tirarme en la cama, sentía algo crecer dentro de mí.

Una llama. Pequeña, pero firme.

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