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Chapter 64 - La Caza en la Nieve

Saliendo del pueblo, Arthur se dirigió al sendero que llevaba a la ciudad de Trimbel, su destino principal en este largo viaje. Ya llevaba más de dos semanas desde que salió de Lacos. En tres días más de marcha, finalmente llegaría.

Tras él, el pueblo se desvanecía entre los troncos nevados, oculto por una niebla tenue. El crujir de la nieve bajo sus botas era el único sonido que acompañaba sus pensamientos, mientras el aire gélido le raspaba la garganta y el viento le susurraba promesas de soledad.

De alguna manera, había convencido al Lich de adelantarse, para así evitar una masacre en el pueblo. Le dijo que seguramente algunos aventureros lo estarían esperando más adelante para darle una paliza, y que sería divertido matarlos antes de oxidarse.

El Lich salió encantado. Había comprado nueva tinta y quería escribir poemas mientras mataba a algunas víctimas. Se llevó al gólem con él, ya que Arthur aún no sabía cómo invocarlo.

Con eso, al menos, se evitó una masacre... en el pueblo, pensó Arthur.

—Espero que ningún idiota del gremio haya hecho oídos sordos a las amenazas de Friana y esté esperando en el camino… bueno, si eso sucede, será su mala suerte —murmuró mientras caminaba.

Ya era casi mediodía. El sol, oculto por nubes grises, apenas iluminaba el sendero. El viento soplaba a ratos, trayendo consigo el olor a escarcha, humedad y madera mojada.

Entonces, escuchó algo. Pisadas. Pesadas. De bestias.

Se detuvo.

Frente a él, aparecieron cinco figuras montadas en caballos negros. El silencio se volvió denso. Los cascos aplastaban la nieve con un sonido hueco, casi ceremonial. Los hombres vestían uniformes azul oscuro, como sombras materializadas desde sus pesadillas. Cada uno tenía la expresión fría de quien ha matado más veces de las que ha dormido.

Arthur los miró fijamente y supo de inmediato quiénes eran. Su sangre se heló. Esos rostros… los había visto cada noche, en sus sueños.

—El Colmillo Azul… —susurró.

Aunque solía ser descuidado, siempre tenía en mente la advertencia del maestro del gremio. Pero no imaginó que en menos de un mes ya lo habrían localizado.

El que lideraba el grupo tenía una cicatriz horrenda en el rostro, como si le hubieran arrancado el ojo de un mordisco. Su cabello era gris, su barba recortada, y su mirada irradiaba crueldad.

—Mocoso... ¿Eres Arthur, verdad?

Arthur intentó parecer valiente.

—Sí, lo soy. ¿Y qué?

Sabía que estos tipos conocían su identidad. Solo estaban jugando con él.

—Jajaja... Pues te vamos a amarrar a nuestros caballos y arrastrar hasta nuestro jefe —dijo el hombre con una sonrisa perversa.

Arthur se rió con ironía.

—Basta de tanta mierda. Si vas a hacer algo, hazlo ya. No me agradan los bastardos que solo parlotean.

Trataba de parecer rudo, aunque por dentro estaba asustado. No sabía cuán fuertes eran realmente.

El rostro del hombre se ensombreció.

—Bien. Ataquemos. Traten de no matarlo... Solo córtenle las extremidades.

Los cinco bajaron de sus caballos con movimientos secos. El sonido de la nieve bajo sus pies y el acero desenvainado volvió el aire insoportablemente denso. Era como si el bosque mismo contuviera el aliento. Llevaban una sed de sangre que helaba los huesos.

Arthur, en cambio, era solo un muchacho de quince años, aún con pesadillas por haber matado a tres personas. Tomó sus dos espadas y las apretó con fuerza. Sus manos temblaban. No sabía si era por miedo a morir o por el hecho de que tendría que volver a matar.

El primero en lanzarse fue un hombre más bajo y delgado, con una cimitarra que brillaba con un tenue resplandor púrpura.

¿Veneno? pensó Arthur, tragando saliva.

No quiero matar... pero si el enemigo me obliga… si este mundo me obliga...

Esquivó el ataque. Intentó contraatacar, pero dudó. Ese segundo de vacilación bastó para que el enemigo le lanzara un corte directo al pecho. De no haber sido por su armadura recién obtenida, ya estaría muerto.

Maldición. No puedo dudar. Ellos no lo harán.

—¡Este mundo... este maldito mundo! —rugió.

Con un corte, atacó. El hombre lo esquivó, pero Arthur, con su otra espada, gritó:

—¡Corte profano!

Partió al hombre en dos. Usó Paso Sombrío y apareció detrás de otro enemigo, apuñalándolo con fuerza en la cabeza. Cayó sin vida en un charco de sangre. Intentó lanzar otro Paso Sombrío, pero su cuerpo ya no respondía. Su rodilla tocó el suelo.

Los otros tres se quedaron atónitos. En segundos, el muchacho había matado a dos compañeros.

—¡Ataquemos rápido! —gritó el líder—. ¡Usó sus cartas fuertes, debe estar agotado!

Uno de ellos, un mago, comenzó a recitar un hechizo. Una gran bola de fuego voló hacia Arthur. La esquivó por poco, pero el impacto cercano le quemó la espalda. Aulló de dolor.

Otro enemigo apareció por un costado. Solo alcanzó a ver una pierna que lo golpeó con fuerza. Su brazo crujió. Quedó colgando, inútil.

El tipo que lo atacaba llevaba guantes y botas metálicas. Otro golpe cayó sobre su brazo roto, haciéndolo chillar. Cuando una tercera patada se dirigía a su cabeza, usó Paso Sombrío, apareciendo detrás del hechicero.

—¡Corte profano!

El cuerpo del mago fue partido en diagonal. Cayó en dos mitades con una mirada congelada de terror.

Arthur jadeaba. Su conciencia se desvanecía. Se lanzó sobre el tipo de las patadas. Tenía ambos brazos destrozados, pero aún empuñaba sus espadas.

Entonces, el líder atacó.

Tres cuchillas de agua salieron disparadas desde su espada y se unieron en el aire, formando una cruz letal. Arthur sintió terror. Si lo alcanzaban, su cuerpo sería partido en pedazos.

Con su último aliento, usó Paso de Sombra y apareció detrás del luchador. Una bocanada de sangre explotó por su espalda. Un último Corte Profano lo partió por la mitad.

Arthur cayó al suelo. Soltó las espadas, que parecían pegadas a sus manos. Su cuerpo temblaba. Sangraba por todas partes. Era como una vela a punto de extinguirse en una tormenta.

El líder se acercó con expresión oscura. Vio a sus camaradas regados en pedazos.

Le dio una patada. El cuerpo del muchacho voló. Otra patada. Otra.

Lo tomó del cuello y, con un corte limpio, le cercenó un brazo.

Arthur gritó. O intentó hacerlo. Apenas un chillido escapó de su garganta. La sangre brotaba como un río rojo sobre la nieve.

El hombre alzó su espada nuevamente y cortó el otro brazo.

El muchacho apenas respiraba.

—Maldito mocoso... quería llevarte con vida para que el jefe jugara contigo. Pero tu cabeza también servirá.

Lo tomó del pelo y alzó su espada, lista para el golpe de gracia.

Los pensamientos de Arthur eran confusos.

¿Por qué pasa esto? ¿Me lo merezco? ¿Soy el culpable? … Trato de avanzar. De sobrevivir. Pero este mundo me odia. Trato de hacer chistes, de parecer fuerte... pero siempre termino igual. No, siempre es lo mismo. Me escondo haciéndome la víctima. Déjate de llorar, levántate y pelea... ¡No quiero morir! ¡No quiero morir!

El hombre vio la mirada del muchacho y, por un momento, sintió temor. A punto de morir, esa mirada era inquebrantable.

La espada brilló con luz siniestra.

Pero en ese momento, un miasma cubrió al verdugo.

—¡Aaaah! ¿Qué demonios es esto?

El hombre gritaba. Su carne se corrompía y se caía como si millones de insectos devoraran su cuerpo. Soltó al muchacho.

Del bosque emergió una figura.

Una sombra caminaba sobre la nieve sin dejar huellas, con una capa negra ondeando en silencio. Era el Lich.

Sus cuencas vacías brillaban con un fulgor antinatural mientras negaba con la cabeza.

—Tienes suerte de que el joven filósofo aún sea débil... o te habría masacrado él mismo —murmuró.

Se arrodilló junto a Arthur. Sacó una poción y la vertió sobre su cuerpo.

—Joven filósofo... despierta.

Arthur abrió los ojos apenas.

—¿Qué pasó...? ¿No me digas que ya morí y viniste por mi alma?

El Lich lo miró en silencio.

—No deberías bromear en esta situación. Intenta retorcer tu maná. Te lancé un hechizo para mantener tu conciencia activa, pero solo durará unos minutos. Si no lo haces... tendré que escribir un poema con tus vísceras. Jajaja...

Arthur asintió débilmente. Empezó a concentrarse. A canalizar lo poco que le quedaba de energía.

Minutos después, se desmayó.

El Lich vertió más pociones. Las heridas comenzaron a cerrarse lentamente.

—Esta poción debería curarlo al instante… pero no lo hace. Su cuerpo está perdiendo su habilidad regenerativa —murmuró.

Miró a su alrededor. Solo quedaba un charco oscuro donde antes había un enemigo.

Contempló el campo cubierto de cuerpos y nieve teñida de rojo.

—La muerte de los caídos embellece el campo de batalla... y sus cuerpos son la ofrenda a los poemas de la vida —murmuró el Lich con deleite, como si recitara una obra maestra recién escrita.

Fin del capítulo.

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