Cuando nací en este nuevo mundo, me abandonaron como a un trapo sucio. Me dejaron envuelto en una manta raída, en los escalones de un edificio en ruinas, escondido entre las sombras de un callejón apestoso. Una mujer de rostro severo me encontró y me llevó a lo que parecía un orfanato... pero no lo era.
Era una casa de subastas.
A ojos del pueblo, ese lugar era un refugio para huérfanos. Pero en realidad, cada niño era una mercancía. No nos cuidaban por bondad, nos alimentaban y vestían para que fuéramos vendibles. Éramos inversiones. Existíamos solo para llenar sus bolsillos.
Pero yo... yo no era un niño común.
Observaba. Aprendía. Veía cómo los niños mayores desaparecían y nunca regresaban. Cómo los adultos se volvían más serviles y codiciosos cada vez que un comprador cruzaba la puerta. Escuchaba susurros, veía documentos con nombres falsos y sellos robados. Lo entendí rápido: estaba en peligro.
Entre la basura y los desperdicios, empecé a encontrar partes rotas de relojes, mecanismos oxidados, cables, engranajes. No sé cómo lo sabía, pero mi mente los entendía. Los sentía. Con un poco de alambre, una tuerca y una bobina arruinada, fabriqué una ganzúa que podía abrir casi cualquier cerradura del lugar. Más tarde, con otras piezas robadas, construí una pistola de aire comprimido. Simple, pero eficaz.
A los cinco años, escapé. Llovía esa noche. Robé unas pocas monedas del fondo escondido del "orfanato", dinero que usaban para sus trámites de venta. No lo notarían hasta días después.
Con ese dinero, huí a la República de Alzer.
Era un niño sucio, con una bolsa de tela al hombro y una mirada que pesaba más que la de cualquier adulto. Durante un tiempo, viví con una libertad que no conocía. Compraba pan, dormía en camas baratas de almacenes olvidados, observaba las calles y escuchaba conversaciones. Compraba piezas y herramientas, probaba cosas, fallaba, volvía a intentarlo.
Pero el dinero no duró. Era libre, sí... pero no sabía cómo serlo. No sabía administrar, no entendía del todo el valor de las cosas. Cometí errores. Muchos.
Sabía que tenía algo que me diferenciaba: mi inteligencia. Podía desactivar trampas con solo mirarlas, entender la lógica de cualquier mecanismo. Pero eso no bastaba. No tenía fuerza. Ni aliados. Ni apellido.
Mis armas improvisadas servían para ahuyentar a ladrones de poca monta, pero eran rudimentarias. Y construir un mecha... ese era mi verdadero sueño. Incluso en mi vida anterior soñé con ellos. Máquinas de guerra, titanes de acero... pero eran imposibles para alguien como yo. Necesitaban recursos que no vería jamás.
Mi vida pasada no fue mejor. Fui secuestrado desde niño por una organización que me convirtió en sujeto de pruebas. Me entrenaban, modificaban mi cuerpo, forzaban mi mente una y otra vez. A veces mejoraban mis capacidades, pero no para ayudarme... sino para usarme mejor.
Viví en un laboratorio subterráneo durante años. Sin sol. Solo números. Fórmulas. Planos. Creaba maravillas en silencio, sin saber si alguna vez vería el cielo.
Cuando el mundo por fin supo de mí, fue demasiado tarde. Me encerraron. Me arrebataron todo. Y cuando ya no pudieron controlarme, me envenenaron.
Morí solo. Con los dedos manchados de tinta. Y el alma hecha pedazos.
Por eso, cuando abrí los ojos en este mundo, me juré algo: vivir distinto. Hacerlo bien. Ser libre de verdad.
Pero la paz no duró.
Una tarde, mientras buscaba algún trabajo para ganar unas monedas, me rodearon un par de damas nobles. Sonreían como serpientes. Vestidos finos. Perfume caro. Miradas que medían, pesaban, juzgaban. Dijeron que querían adoptarme.
Mentían.
Lo vi en sus ojos. No era adopción. Era propiedad.
Me resistí. Corrí. Me perseguían sus guardias por los callejones, entre mercados, entre gritos, entre empujones. Corrí hasta que no me quedaron fuerzas. Me apoyé contra una pared... y de pronto, esta cedió.
Caí dentro de algo.
Y entonces todo se volvió blanco. No había sombras. No había sonidos. Solo un vacío brillante, sin eco.
Al fondo, vi un cubo celeste. Flotaba. Brillaba con una luz suave. No sé por qué, pero me acerqué. Extendí la mano. En cuanto lo toqué, una esfera rosa emergió, flotando frente a mí. Parecía viva.
Y entonces, la escuché.
Una voz suave, femenina, resonó en mi mente.
—Reconocimiento completado. Activando protocolo de asistencia. Bienvenido, Kael.
Así conocí a S.E.R.A.
Mi primera amiga.