LEONARDO.
La mañana siguiente, el caos de la noche anterior había dado paso a una tensa calma. Los soldados habían regresado con refuerzos, más hombres, más mujeres. Todos uniformados, pero con insignias diferentes, representando los países que, a pesar de sus diferencias, se habían unido en una misión común: proteger este lugar, el último refugio en medio de la tormenta.
Cuando entraron a la habitación, no fueron uno ni dos, sino tres más de cada país que ya había estado presente. Más militares, más rostros, más nombres que aún no lograba entender completamente. Su presencia no era para saludarme, ni para hacerme sentir cómodo, sino para asegurarse de que estaba lo suficientemente "estable" como para hablar.
Ellos entraron, hablando entre ellos en sus propios idiomas. Ni siquiera intentaron preguntar si estaba listo. Estaban acostumbrados a este tipo de situaciones. Sabían que uno de nosotros, un sobreviviente de las sombras, no tendría más que palabras endurecidas por el tiempo.
Uno de ellos, un hombre alto y moreno, con una insignia de rango en su uniforme, habló en alemán, sus palabras pesando más que el aire.
—Ahora tenemos que presentarte ante todos.
Lo miré directamente, ya con más claridad en mis ojos, aunque mi cuerpo aún estuviera hecho un dolor constante.
—¿Eso piensan que deben hacer? —respondí en alemán, con tono seco. —¿Van a seguir así con todos?
Un silencio incómodo se apoderó del grupo, pero no era algo que me sorprendiera. La mirada de cada uno parecía estar esperando que dijera algo más, que cayera en alguna trampa, que les dijera algún dato crucial sobre mí. Pero no.
Cambié de idioma con rapidez, como si no pudiera evitarlo, como si fuera mi forma de mostrarles lo que eran: desconocidos, enemigos, aliados, pero ninguno realmente importantes para mí.
—¿Entonces qué? ¿Ahora tengo que hablar en todos sus malditos idiomas para que me entiendan? —dije, cambiando al inglés, después al francés y finalmente al coreano, con el mismo tono indiferente. —¿Eso es lo que les gusta, tener a todos los perros reunidos para olfatearse?
Mi lengua se movía con la facilidad de alguien que ya había aprendido el arte de las lenguas como un mecanismo de defensa. Ya no era algo que pensaba, solo sucedía.
El tipo alto, con barba, uno de los australianos, soltó una risa baja mientras observaba a los demás.
—Joder, el chico de verdad es un políglota, no sólo un sobreviviente.
Otro de los hombres, con una bandera japonesa en su hombro, frunció el ceño.
—¿Quién eres realmente? —preguntó, con desconfianza. —¿De qué parte del mundo vienes?
La respuesta estaba en mi mirada. Yo no pertenecía a ningún lugar. No tenía hogar. No tenía pasado, ni futuro.
—De ningún lugar, —respondí finalmente, con una sonrisa amarga.
La tensión en la habitación se podía cortar con un cuchillo, pero no me importaba. Ya había pasado demasiado tiempo escondiéndome de quienes no sabían nada de mí. Ahora estaba aquí, y no iba a ceder ante ellos, ni aunque estuvieran de todos lados del planeta.
—Así que, ¿quieren saber de mí? Pues aquí tienen la respuesta: soy solo otro sobreviviente, igual que todos ustedes.
Las palabras salieron sin esfuerzo, y con ellas, el peso de los años en los que había sido nada más que una sombra en el campo de batalla.
El silencio se alargó, cargado de desconfianza y curiosidad. Los soldados se miraron entre ellos, algunos procesando lo que había dicho, otros evaluando la situación. La habitación estaba saturada de presiones no dichas, como si esperaran una confesión o alguna revelación dramática.
Finalmente, fue el hombre de uniforme alemán quien rompió el silencio, su rostro tenso y la voz baja.
—¿Qué clase de... entrenamiento tuviste para ser así? —preguntó, no como una amenaza, sino como una inquietud genuina. —No eres un simple soldado, eso está claro.
—Soy lo que la vida me hizo, —respondí, encogiéndome ligeramente de hombros, sintiendo el dolor agudo en las costillas. —Lo que los entrenadores querían que fuera. Y luego, lo que decidí ser: alguien que sobreviviera, nada más.
El hombre frunció el ceño, claramente no satisfecho con mi respuesta, pero no insistió más. La mujer rubia con acento ruso miraba detenidamente mi rostro, como si pudiera encontrar algo en mis ojos que explicara mi indiferencia, mi frialdad.
—No te interesa unirte a nosotros, ¿verdad? —preguntó, con una mezcla de desconcierto y ligera acusación.
Negué con la cabeza lentamente, mi mirada fija en el suelo, como si las respuestas no vinieran de mí, sino del dolor de mi cuerpo. —Nunca quise ser parte de nadie, —murmuré, más para mí que para ellos.
—Ya he tenido suficiente de eso.
Había aprendido a caminar solo, a vivir con la oscuridad y el peso de lo que había hecho. La idea de unirme a otro grupo, de depender de ellos, me resultaba casi absurda. A lo largo de los años, había sido entrenado para ser la sombra que no dependía de nadie. Eso me había mantenido con vida, eso me había permitido mantener mi libertad. Aunque mentiría si dijera que no había sido parte de algo más grande, algo que realmente había sido mi familia, un grupo que me había entrenado y rescatado, pero no podía arriesgarme a que eso saliera a la luz. V.I.D.A. era algo que debía dejar atrás, algo que debía olvidar, y nadie debía saber que aún llevaba sus enseñanzas conmigo.
Uno de los soldados más jóvenes, un coreano de rostro serio, pareció entender la frustración que se escondía detrás de mi desdén. Dio un paso adelante, como si quisiera ofrecer algo, aunque no estaba seguro de qué.
—No todos somos iguales, —dijo en coreano, con un tono que intentaba ser amable, pero que sonaba un poco forzado. —Podrías... tener una oportunidad aquí, si lo quisieras.
Sonreí levemente, un gesto que no alcanzó a ser sincero. —No busco oportunidades. Solo quiero... sobrevivir un día más. Eso es todo.
Los demás guardaron silencio, pero algo había cambiado en el aire. Ya no esperaban que fuera una herramienta, ni un peón que pudieran manipular. Sabían que había algo en mí que no podía ser controlado.
—¿Y qué harás ahora? —preguntó el hombre alemán, sin mucha esperanza en su voz.
Miré a todos, a sus rostros curiosos y ansiosos, y sentí la misma desesperación que había sentido durante años. La necesidad de continuar, de moverme hacia adelante, aunque no tuviera un camino claro.
—Lo que haga falta, —respondí, con una mirada decidida. —Pero no esperen que me quede aquí mucho tiempo.
Apreté los dientes, sabiendo que estaba cruzando una línea. Si me quedaba, si me unía a ellos de alguna forma, mi vida dejaría de ser mía. Ya no podría vivir a mi manera. Pero a veces, el deseo de seguir adelante, de no sucumbir al vacío, era más fuerte que cualquier miedo.
Me levanté lentamente de la cama, ignorando el dolor punzante que me recorría el cuerpo, y me preparé para enfrentar lo que viniera. No tenía idea de cómo, ni de por qué, pero no iba a quedarme de brazos cruzados. Esto era solo el principio.
—Obviamente, les regresaré el favor, —dije con una sonrisa tensa, mirando a los soldados que aún me observaban con cautela. —Ustedes me salvaron la vida, y eso no lo olvido. Pero créanme, en cuanto mi cuerpo pueda moverse sin sentir esta maldita tortura, me iré.
La mirada de la mujer rubia se suavizó un poco, como si esas palabras le dieran algo de esperanza, pero no decía nada. Todos sabían lo que significaba: no iba a quedarme mucho tiempo, y no era alguien que pudiera ser fácilmente atado a un lugar o a un grupo.
El hombre alemán asintió lentamente, como si ya hubiera esperado esa respuesta. —No esperes que te detengamos, aunque no es fácil dejar ir a alguien como tú, —dijo con una ligera sonrisa, pero sus ojos mostraban una mezcla de respeto y duda. —Solo asegúrate de que tu salida no cause más problemas de los que ya tenemos.
—Ya lo tengo claro, —respondí, con firmeza en mi voz. —No quiero problemas con nadie. Solo quiero... dejar esto atrás.
Lucía, la enfermera, que había estado en silencio mientras tanto, finalmente habló con tono serio, pero sin esa dureza que tenía antes. —Solo cuídate de no irte demasiado rápido. Tienes muchas heridas internas, y el estrés no ayuda a la recuperación.
—Lo sé, —respondí sin mirarla, pero sintiendo la necesidad de mostrarles que, aunque estaba agradecido, aún había algo más en juego. —No soy tan imprudente, no soy tan estúpido. Lo haré a mi ritmo.
No podía negar que mi cuerpo me estaba matando, pero esa era una de las cosas que aprendí durante mi entrenamiento: la resistencia era la clave. Podía soportar el dolor, solo necesitaba tiempo. Y cuando mi cuerpo me permitiera moverme sin sentir que cada paso era un calvario, entonces me iría. No quería involucrarme más de lo necesario.
—Cuando esté listo, me iré. Gracias por lo que hicieron. Pero no esperen que me quede a largo plazo, —añadí, mirando al resto de ellos.
Aunque mis palabras eran frías, había algo genuino en el tono, algo que delataba el hecho de que sí apreciaba que me hubieran salvado. Pero no me dejaba engañar: tenía mis propios planes, mis propias metas. Y ahora, después de todo lo que había vivido, no podía permitirme quedarme en deuda con nadie más.
—Solo una cosa más, —dijo la Rusa, —¿A dónde irás?
Mire por la ventana, el sol subiendo lentamente.
—A ningún lado en específico, solo. Vivir creo. —Eso fue lo único que dije. Y así todos se fueron, dándome una última mirada antes de salir y solo Lucía quedó a mi lado.
—Yo también soy de Estados Unidos, Nueva York específicamente. Vine con alrededor de 20 voluntarios más, y nos iremos en tres meses. Por si gustas venir con nosotros y empezar de nuevo, lejos de todos esto.
—No tengo una identidad, Lucía. Podré ser estadounidense también, pero no tengo nada e irónicamente no recuerdo ni mi nombre—. Dije mirando mis manos vendadas.
—¿Leto no es tu nombre? —Pregunto confundida.
Negué con la cabeza soltando una leve sonrisa.
—Leonardo es el nombre que una anciana que me cuido me dio cuando estábamos atrapados en esa lugar oscuro, cuando los traficantes nos secuestraron.
—¿ Y la anciana?
—Muerta—. Dije secamente.
El silencio se alargó entre nosotros, pesado, como si el aire mismo se hubiera detenido por un momento. Lucía no decía nada, sus ojos seguían observándome, pero no con la misma duda o desconfianza que antes. Era un tipo de mirada más tranquila, comprensiva, casi como si de alguna manera pudiera entender lo que no estaba diciendo, lo que había quedado atrapado en mi pecho durante años.
—Lo siento, —dijo finalmente, su voz suave. —Debe ser difícil, vivir sin recordar, sin saber quién eres realmente.
—No es algo que me detenga,— respondí, aunque mis palabras no sonaron tan convincentes como me habría gustado. —La verdad es que ya no me importa quién era. Lo único que importa ahora es lo que haga con lo que me queda.
Lucía asintió lentamente, como si comprendiera. —Pero todos necesitamos algo, ¿no? Algún tipo de conexión, alguna razón para seguir adelante.
Miré hacia la ventana de nuevo, observando cómo el sol se alzaba más alto en el cielo, y por un momento, todo se sintió vacío. —Lo sé. Pero... tengo que seguir solo. Siempre lo he hecho. Es lo único que sé hacer.
Lucía no insistió más, probablemente porque había captado la resistencia en mi voz. Me ofreció una sonrisa triste, casi como si aceptara la respuesta que le había dado. —Está bien, Leonardo. Pero si algún día cambias de opinión, aquí estaré.
—Gracias, —respondí en voz baja. —Pero, como dije, no sé si ese día llegará.
La enfermera se levantó lentamente, dándome una última mirada antes de salir de la habitación. Justo antes de que Lucía pudiera dar el último paso hacia la puerta, la detuve con un movimiento abrupto. Mi voz salió en un susurro, casi inaudible, pero suficiente para que solo ella pudiera escucharme.
—Nicht versuchen, sie zu benutzen, um Informationen von mir zu bekommen,— le dije en alemán, sin pensarlo. Sabía que esos malditos soldados me estaban observando, escuchando cada palabra que dijera, esperando que soltara alguna pista, cualquier detalle que pudiera ayudarles. Y aunque ya no me importaba mucho lo que pensaran, aún sentía la necesidad de proteger lo poco que me quedaba de mi vida.
Lucía se detuvo en seco, mirándome confundida. —¿Qué dijiste? —Preguntó, sin comprender.
La sonrisa que se formó en mi rostro fue más una respuesta nerviosa que una real. —Eres linda, —dije en un tono más relajado, buscando desviar la conversación. —Tienes unos ojos hermosos.
El rubor apareció en mis mejillas de inmediato, y me sentí completamente incómodo. No solía ser así, no con las personas que no conocía, pero por alguna razón, decir esas palabras me hizo sentir vulnerable, casi como si hubiera dicho algo demasiado personal.
Lucía, por su parte, pareció sorprenderse primero y luego sonrió, un poco avergonzada, como si también hubiera notado la tensión que había creado en el aire. —Gracias, —murmuró, mientras sus mejillas se sonrojaban levemente. —Nunca pensé que alguien como tú diría algo así.
Me mordí el labio, intentando recuperar un poco de compostura, pero ella ya se había dado cuenta de lo incómodo que me sentía. Decidió tomarlo con calma, quizás por compasión, o tal vez por no querer seguir presionándome más.
—Bueno, me voy, —dijo, ahora con una sonrisa cálida, que contrastaba con la tensión previa. —Cuidate, Leonardo.
Vi cómo salía de la habitación, y cuando la puerta se cerró detrás de ella, suspiré, tratando de calmar el caos que se había formado dentro de mí. Había sido un pequeño desliz, nada más. Pero a veces, incluso esos pequeños momentos podían dejar una marca, aunque fuera temporal.
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LUCÍA
Salí de su habitación con el rostro un poco colorado. No era común que alguien mucho más joven que yo me dijera algo así, mucho menos alguien que, aunque aparentara ser un niño, claramente había vivido cosas que le daban una madurez que no encajaba con su edad.
Al entrar en la sala apartada, la mujer rusa me hizo una señal para que me diera media vuelta, mientras los hombres se giraban, dándome algo de privacidad. Ella levantó la blusa y me quitó el micrófono, haciéndolo con una destreza que denotaba experiencia.
Miré a la mujer y a los otros, sintiéndome un poco incómoda por todo el proceso. Después de un breve silencio, con algo de vergüenza, les pregunté—: ¿Disculpen, sobre lo que dijo Leonardo en otro idioma, era lo mismo que me dijo en mi idioma?
Los demás se miraron entre sí, y fue la mujer rusa quien finalmente respondió, su tono serio pero relajado. —No, no era lo mismo. Lo que dijo fue una advertencia para nosotros.
—¿Qué dijo? —Pregunté, aún sin poder entender por qué se habría molestado en hablar en otro idioma.
—Que no intentemos usarte para sacarle información, —respondió ella, sus ojos fijos en los míos con una mirada que parecía estar evaluando mi reacción.
Mis ojos se abrieron ligeramente al escuchar esas palabras. Me quedé en silencio un momento, procesando lo que había dicho, antes de responder—: ¿Eso... es lo que pensó de mí?
La Rusa asintió con una leve sonrisa, que apenas rozó sus labios. —Parece que sí. Está acostumbrado a ser vigilado, y probablemente no confíe en nadie. Ni siquiera en ti.
No sabía si sentirme halagada o preocupada por su reacción. Por un lado, me sorprendió que hubiera hecho tal advertencia por mí, pero por otro, también entendí que él debía estar acostumbrado a ser manipulado y a que las personas trataran de obtener información de él.
—Entiendo, —murmuré, asintiendo mientras me acomodaba el micrófono en la mano. —No estoy aquí para eso. Pero si alguna vez decide confiar en alguien, me gustaría que fuera yo.
La Rusa me observó por un momento, como si estuviera evaluando mis palabras, antes de darme una ligera señal de aprobación.
—Veremos qué pasa, Lucía. Veremos qué pasa.
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El silencio en la sala se rompió cuando el joven japonés, que había estado observando en silencio hasta ahora, se adelantó. Su rostro serio, como el de los demás, reflejaba una mezcla de preocupación y curiosidad.
—¿Cómo está el chico? ¿Está en condiciones de seguir? ¿Se recuperará pronto? —preguntó con un tono medido, pero cargado de una preocupación evidente.
Me detuve por un segundo, asegurándome de recordar todos los detalles antes de hablar. Sabía que cada palabra que dijera sería tomada con seriedad, y no quería equivocarme.
—Cuando lo trajeron, —comencé, recordando el momento con claridad, —estaba en un estado lamentable. Un campesino y sus hijos lo encontraron medio muerto. Estaba cubierto de sangre, con contusiones por todo el cuerpo. Tenía múltiples fracturas en las costillas, un brazo roto y herido, y una herida profunda en la pierna que estuvo a punto de infectarse, incluso una herida en la espalda que pudo dejarlo paralítico. Hice una pausa, tomando aire antes de continuar. —Además, estaba deshidratado y exhausto. Su respiración era superficial y su pulso apenas perceptible.
Observé que los demás prestaban mucha atención, especialmente el japonés, quien no apartaba la mirada de mí.
—También tenía signos claros de haber sido sometido a un gran estrés físico y mental. No es difícil suponer que ha estado corriendo, huyendo, o siendo perseguido por mucho tiempo. A pesar de todo, no mostró signos de querer rendirse. Esa resistencia lo salvó, no solo el cuerpo, sino algo en su mente también.
El japonés asintió lentamente, evaluando mis palabras.
—¿Y ahora? —Preguntó de nuevo, con más urgencia en su voz.
—Es difícil decirlo con certeza, —respondí, mientras pensaba en lo que había observado. —Está lejos de estar completamente recuperado. Todavía tiene dolor en las costillas y sus heridas son graves, pero la fiebre ha bajado, y su cuerpo ha respondido bien a los tratamientos. Sin embargo, aún está débil, muy débil. Debería estar en reposo completo, pero... como ya lo vi antes, su determinación es lo que lo mantiene en pie. Es probable que si sigue esforzándose, se lastime más, pero no creo que lo detenga.
El japonés no dijo nada por un momento, pero sus ojos mostraban una mezcla de admiración y precaución. Finalmente, asintió, como si hubiera entendido la situación por completo.
—Lo vigilaré, —murmuró en voz baja, volviendo a su lugar.
Nadie dijo nada más por un rato, ya que la gravedad de la situación había quedado clara. Todos sabían que, a pesar de su estado, Leonardo era un hombre con una voluntad de hierro, pero también sabían que esa misma voluntad podía llevarlo a tomar decisiones que podrían costarle caro.
Y yo... yo solo podía esperar que, de alguna forma, encontrara un camino para salir de todo esto sin hacer más daño a sí mismo.