Cherreads

Chapter 6 - Capítulo 6

LEONARDO.

—Ugh... —El dolor me recorrió de arriba a abajo. Mi cuerpo era una masa de heridas, de músculos desgarrados y huesos que parecían crujir con cada pequeño movimiento.

Intenté abrir los ojos, pero mi vista estaba borrosa, como si la oscuridad aún me estuviera arrastrando. Mi garganta ardía de sed, y el frío... ese maldito frío. Sentía como si el hielo se estuviera apoderando de mi piel.

Todo daba vueltas, pero poco a poco comencé a recuperar el control. Los zumbidos en mis oídos seguían retumbando, casi insoportables, como un recordatorio de todo lo que había pasado.

—C...as... —No entendí bien, pero hubo una voz, distante, apenas perceptible. ¿Quién me llamaba? No lo sabía, mi mente estaba nublada, llena de caos.

Los recuerdos empezaron a llegar, lentos, confusos... La batalla, el tiroteo, el agua... y luego nada, solo oscuridad. Había caído, lo sabía. Pero ¿cuánto tiempo había pasado? ¿Qué diablos estaba pasando?

Mi respiración era irregular, casi como un susurro entrecortado. Intenté moverme, pero mi cuerpo no me respondía. Solo sentía el dolor punzante en cada parte de mí. ¿Por qué no podía recordar con claridad? ¿Dónde estaban los demás? ¿Estaban cerca?

Una ráfaga de viento me golpeó en la cara, y eso me hizo centrarme por un segundo. Mis manos estaban cubiertas de sangre. ¿Era mía? No sabía. Todo me parecía borroso, oscuro, como si el mundo estuviera alejándose poco a poco, arrastrándome con él.

—Chico, ¿me escuchas? —La voz era áspera, preocupada, pero aún muy distante, como si viniera de un lugar lejano. No tenía energía para responder, mi cuerpo estaba demasiado pesado, como si estuviera hundido en barro, atrapado en una oscuridad sin fin. Mis oídos seguían zumbando, como un viento que no dejaba de golpearme en la cabeza.

Sentí algo sobre mi torso. Primero frío, luego una sensación de calor que lentamente me envolvía. El contraste entre los dos era abrumador. ¿Qué era eso? No podía procesarlo. Intenté mover la cabeza, aunque sea un poco, pero todo era un esfuerzo inútil. Cuando lo logré, mi cuello me dolió tanto que mi cabeza cayó de golpe, y el dolor se disparó a través de todo mi cuerpo. Ni siquiera pude gritar.

Abrí la boca, intenté decir algo, lo que fuera, cualquier cosa que pudiera comunicar. Pero solo salió un suspiro tembloroso, un sonido que me causó más dolor que alivio. Cada vez que intentaba respirar, el dolor se intensificaba, como si el aire estuviera cortado por cuchillas.

No tenía idea de dónde estaba o quién me estaba ayudando, pero algo dentro de mí se negaba a rendirse. Algo me decía que debía luchar, aunque mi cuerpo no estuviera dispuesto a seguirme. ¿Dónde estaban los demás? ¿Habían llegado a ayudarme? ¿Lucharon por mí?

—¿Qui... quien? —logre decir antes de volver a perder la conciencia.

**

Constantes, eso logro escuchar, un sonido de constantes, *bip* logro escuchar, mi cabeza sigue doliendo como nunca, pero mi cuerpo se siente mas ligero que antes. Much más ligero.

Escuche murmullos a mi lado, abrí los ojos de nuevo, esta vez puedo enfocar, pero la luz me cegó un momento y mi cabeza dolió por un momento.

—¿Quien es el? ¿Porque esta tan herido? ¿De donde lo sacaron? —escuche que alguien murmuraba algo que apenas pude identificar.

—Doctor, el chico despertó —escuche una voz femenina, ¿Camila?, no, esa voz es diferente, nunca antes la había escuchado.

Intenté moverme, un reflejo instintivo al sentir que despertaba en un lugar extraño, pero una punzada me cruzó el pecho como un rayo. Jadeé, volviendo a hundirme un poco en la almohada, apretando los dientes por el dolor. No sabía dónde estaba. No sabía quiénes eran. No sabía nada.

Una sombra se acercó a mi campo de visión, borrosa al principio, luego más nítida. Una mujer joven, con una bata blanca y una mirada entre curiosa y preocupada. No era Camila. Ni Hexa. Ni Selene. Ni nadie de mi equipo.

Era una completa desconocida. Todo en este lugar lo era.

—Hola, tranquilo... estás a salvo. No intentes moverte mucho, ¿sí? —dijo ella, en voz baja, calmada, como si estuviera hablando con un niño pequeño que acaba de despertar de una pesadilla.

Quise responder, pero solo logré emitir un leve gruñido de esfuerzo. Tragué saliva, y eso me dolió más de lo que debería.

—¿D-dónde… estoy...? —susurré, cada palabra rasgándome la garganta como si estuviera hecha de papel lija.

—Estás en un hospital. Te encontraron en el fondo de un barranco, inconsciente y muy malherido. Fuiste operado de emergencia. Has estado fuera por casi tres días,— explicó ella, revisando mi goteo intravenoso.

—¿Puedes decirme tu nombre?

Mis labios se movieron antes de pensarlo siquiera.

—Leto…

—Bien, Leto, me alegra saber que puedes hablar. Estás vivo. Eso ya es bastante—. Me sonrió con suavidad, pero su mirada tenía algo más. Duda. Sospecha, tal vez. Miedo disfrazado de profesionalismo.

No sabía si confiar en ellos. No sabía si eran parte de todo esto o simplemente personas que no tenían ni idea de quién era yo ni de lo que acababa de pasar. Pero si algo me enseñó V.I.D.A., es que nunca debes bajar la guardia… especialmente cuando estás vivo después de haber caído con una torre entera encima.

Entonces lo recordé. La torre. La caída. El fuego. Las balas. El agua. Y la sangre. Tanta maldita sangre.

Mis ojos se abrieron más, ignorando el dolor por un momento.

—¿Dónde… están… ellos? —pregunté, la voz más áspera que antes.

La enfermera me miró, confundida.

—¿Ellos?

Asentí, débilmente. —Mi equipo…

Ella negó con la cabeza. —No había nadie más contigo.

Y en ese instante, sentí que el frío volvía. No por la temperatura de la habitación. No por el dolor.

Sino por la soledad. Por la incertidumbre.

Tragué saliva con dificultad, y sentí una punzada ardiente en mi garganta. La enfermera seguía ahí, revisando mis signos con paciencia, como si no fuera nada más que un chico herido cualquiera, no alguien que acababa de sobrevivir a una persecución, una emboscada y una caída mortal.

Intenté incorporarme de nuevo, apenas un centímetro, pero el vendaje alrededor de mi torso me lo impidió. Gruñí, frustrado.

—¿Dónde… estoy… exactamente? —logré preguntar con la voz aún rota, pero más firme que antes.

La mujer se giró hacia mí, dejó una tabla con papeles sobre una pequeña repisa y suspiró antes de hablar.

—Estás en un hospital rural. No muy lejos del cañón donde te encontraron—. Se acercó un poco, como si temiera que no pudiera oírla.

Hospital rural.

No había máquinas de alta tecnología, ni seguridad militar, ni drones. Solo el sonido de algún viejo ventilador y las luces que parpadeaban cada tanto.

Estaba en algún maldito agujero del mundo.

—¿Quién… quién me trajo aquí? —murmuré.

—Un campesino. Dijo que iba a revisar una de sus trampas para animales y te vio desde la cima. Te bajó como pudo con ayuda de sus hijos, y luego vinieron por nosotros—. Dijeron que pensaron que no ibas a aguantar el viaje.

Me miró otra vez, con esa mezcla entre ternura y temor. —Pero lo hiciste.

Me quedé en silencio. Mis pensamientos eran como una jauría rabiosa atrapada en una jaula.

¿Qué hacía aquí?

¿Dónde estaban los demás?

¿Quién demonios más sabía que estaba vivo?

Intenté sentarme, otra vez. Mi cuerpo gritó por el esfuerzo, pero me aferré al colchón. La mujer se alarmó.

—¡No, no! ¡Tranquilo! ¡Aún no estás listo para moverte!

La empujé con la mirada. Mis músculos no me respondían, pero mis ojos decían todo lo que no podía articular con palabras.

No podía quedarme ahí. No cuando I.F.L.O. seguía afuera. No cuando no sabía si alguien de los míos seguía con vida.

Y lo peor de todo…

No sabía si me estaban buscando.

O si me creían muerto.

Fruncí el ceño, y el dolor en la frente se intensificó como si una aguja caliente se me clavara entre las cejas. Respiré hondo, o lo intenté.

—¿Quiénes… son ustedes? —pregunté, con la voz más clara ahora, aunque aún áspera, seca.

La mujer me miró un momento. Tal vez no esperaba esa pregunta tan pronto. Se tomó su tiempo antes de responder, como si no quisiera alterarme.

—Somos voluntarios. Médicos, enfermeros… algunos con experiencia militar, otros civiles. Venimos de todas partes—. Me sonrió con suavidad. —No pertenecemos a ningún gobierno ni organización. Solo ayudamos donde nadie más quiere ayudar.

Voluntarios.

Casi solté una risa amarga, pero solo tosí. Sentí el ardor en el pecho.

—Esto… —dije, mirando a mi alrededor, —esta es una zona de guerra.

La mujer bajó la mirada. No dijo nada al principio.

—¿Qué mierda hacen en un lugar como este siendo… voluntarios? —escupí, con rabia contenida.

Ella respiró hondo, luego me miró de nuevo. Esta vez ya no sonreía.

—Porque alguien tiene que hacerlo.

Su tono fue firme, sereno. —Porque no todos los que se quedan atrapados aquí son soldados, ni mercenarios. Porque también hay niños, ancianos, gente que ni siquiera sabe por qué hay disparos sobre sus cabezas. Porque aunque estemos en medio de una zona roja… los heridos siguen siendo humanos.

Me quedé callado.

No porque estuviera de acuerdo, ni porque entendiera su decisión.

Sino porque me recordó algo que intenté enterrar desde que entré a V.I.D.A.

La cara de un niño que no pude salvar.

El grito de alguien que no alcanzamos a tiempo.

Las ruinas humeantes de lo que alguna vez fue un refugio.

Y ahora, yo era el que estaba siendo rescatado.

Por civiles.

Jodido mundo al revés.

El momento de silencio se rompió con un sonido familiar que me erizó la piel.

*Tac, tac, tac…*

Botas. Muchas. Pisando el suelo con paso firme.

La mujer giró la cabeza hacia la puerta, frunciendo el ceño, y yo instintivamente traté de incorporarme, aunque cada músculo gritó por la osadía. Mi cuerpo aún no respondía como antes, pero el instinto no entiende de fracturas ni puntos de sutura.

La puerta del cuarto se abrió y un grupo de hombres y mujeres armados entró con autoridad. Uniformes militares, pero no iguales. Había parches de distintas banderas en sus brazos: Francia, Alemania, Corea del Sur, México, Japón, Australia, incluso una bandera africana que no reconocí de inmediato.

Uno de ellos, alto, moreno, con una insignia de rango en el pecho y acento marcado, habló en francés.

—Sé que dijeron que está estable, pero necesitamos verificar si está en condiciones de hablar.

Otro, más bajo, con ojos rasgados y uniforme gris, replicó en coreano.

—Debe ser uno de los niños soldados rescatados… o de los proyectos de entrenamiento privado. Esos no duran mucho aquí.

Una mujer rubia, con acento ruso, escaneó la habitación con desconfianza.

—¿Y si es una trampa? ¿Y si lo mandaron para ver si este hospital era real?

Los entendía a todos. Cada maldita palabra.

Mi mente, aún nublada, reconocía los matices, las jergas, las pausas. Ocho años de entrenamiento, ocho años aprendiendo a sobrevivir entre balas, idiomas y traiciones.

Tomé aire con esfuerzo.

—No soy una trampa —dije en voz baja, en ruso.

La rubia se tensó. Me miró como si le hubiera disparado.

—Tampoco soy parte de ningún proyecto secreto —agregué, esta vez en coreano.

El tipo bajito entrecerró los ojos, sorprendido.

—Y sí —dije, en francés ahora, —estoy lo bastante consciente para saber que ustedes no deberían estar aquí, igual que yo.

Silencio.

Uno de ellos, un australiano alto con barba rala, silbó bajo.

—El crío es un puto políglota.

La mujer que me atendía se adelantó un paso.

—El apenas sobrevivió, no lo acosen. Está aquí bajo nuestra protección.

El oficial francés habló esta vez en inglés, mirando a todos y luego a mí.

—Este lugar es considerado neutral. No queremos conflictos. Pero tú, chico… dime algo. ¿Quién te quiere muerto?

Cerré los ojos por un segundo, el zumbido en mis oídos volviendo de golpe.

Abrí la boca.

—I.F.L.O. —susurré.

Y entonces el ambiente en la sala se volvió más tenso que un campo de minas.

Los soldados se miraron entre ellos, el aire se volvió espeso de inmediato. Sabían lo que era I.F.L.O., eso era claro. Pero nadie estaba dispuesto a decirlo en voz alta. La mención de esa organización cargaba consigo demasiada historia, demasiados secretos sucios. Todos los presentes parecían calcular las implicaciones de mis palabras.

El hombre de barba rala, el australiano, fue el primero en reaccionar. Se acercó lentamente, con las manos levantadas, como si intentara no hacer movimientos bruscos.

—I.F.L.O... —murmuró, como si estuviera hablando consigo mismo. —Esa gente no se anda con juegos. Pero, chico, tú no eres uno de ellos, ¿verdad?

Fruncí el ceño, sin moverme. No iba a revelar más, no sin estar seguro de en quién podía confiar. I.F.L.O. era un nombre demasiado grande para ser tomado a la ligera, y mientras no pudiera entender por qué me perseguían, no iba a darles más información. No ahora. No todavía.

La mujer rubia, la que había hablado antes en ruso, se adelantó. Su mirada era severa, desconfiada.

—¿Cómo sabes sobre I.F.L.O.? No eres uno de sus agentes, eso está claro. Hizo una pausa y me estudió con detenimiento. —Pero ¿quién te rescató? ¿De dónde vienes?

Eso… Eso era algo que no podía revelar aún. No quería que supieran de V.I.D.A., ni de lo que realmente había ocurrido. De mi vida antes de ser rescatado, de la organización que me entrenó, de los mercenarios que me enseñaron a sobrevivir en un mundo donde no hay espacio para los débiles.

Pensé en mi respuesta cuidadosamente.

—Hace ocho años, fui secuestrado en Estados Unidos, por un grupo que traficaba personas…— Mi voz sonó quebrada, pero logré seguir. —Me tomaron cuando tenía diez años. Estuve… ahí, con otros, hasta que alguien me encontró. Me sacaron de ese lugar, me enseñaron a sobrevivir. No sé más de ellos. Sólo sé que si no fuera por esa gente, estaría muerto.

No revelé nada más. Sabía que si los soldados me presionaban más, podría perder el control de la situación. Ellos querían saber todo, pero yo no iba a ser tan tonto. Dejaría que la historia se desarrollara a su tiempo, si es que era necesario.

El silencio que siguió fue espeso. Los soldados intercambiaron miradas rápidas, evaluándome. Al final, fue el oficial francés quien habló, de nuevo en inglés, con tono autoritario pero no agresivo.

—No es fácil confiar en alguien que viene de esos lugares, especialmente si ni siquiera sabemos quién lo rescató. Pero la amenaza de I.F.L.O. es real. Tú…— hizo una pausa y me observó con más intensidad. —Tú no eres un objetivo común para ellos. Hay algo más que no estás diciendo.

El australiano asintió, bajando la cabeza, como si procesara todo lo que le había dicho.

—¿Y qué pasa ahora? —Preguntó en tono bajo, más para sí mismo que para los demás. Su mirada se desvió a los demás soldados. —¿Qué hacemos con él?

El silencio continuó, pero algo en sus ojos me dijo que no me iban a dejar ir tan fácilmente. No era sólo una cuestión de confiar o no, sino de supervivencia. Y al parecer, mi presencia aquí era más importante de lo que yo mismo pensaba.

El oficial francés levantó la mano, como si tomara una decisión.

—Lo vigilamos. Le damos tiempo para recuperarse. Si realmente es lo que dice ser, si puede mantenerse con vida, entonces tal vez pueda ayudarnos con lo que está por venir.

El soldado con la insignia de Japón, que no había dicho mucho, asintió.

—Pero no podemos dejarnos engañar. Esto podría ser una trampa. Vamos a mantenerlo bajo control hasta que podamos averiguar más.

Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. No era sólo un problema de confianza, era más grande que eso. Si I.F.L.O. estaba involucrado, no podía permitir que me atraparan de nuevo. Tenía que salir de aquí.

Pero, por ahora, no podía hacer nada. Sólo esperaba que mi entrenamiento me ayudara a mantenerme con vida el tiempo suficiente para averiguar qué demonios estaba pasando.

Me levanté lentamente, aún temblando de dolor, y decidí quitarme la camisa. El peso de la tela sobre mis heridas me molestaba, y además, necesitaba ver cómo había quedado mi cuerpo después de todo lo que había sucedido. No podía esperar más. La tensión en mis músculos me decía que lo necesitaba.

Con una mueca de dolor, comencé a deshacerme de la camisa. Al hacerlo, la tela se despegó de mis heridas, arrastrando consigo algunas costras secas, lo que me hizo soltar un suspiro ahogado. No me sorprendió lo que vi. Mi cuerpo estaba marcado de pies a cabeza, cicatrices de todo tipo cubrían mi piel, algunas tan viejas que ya casi no se notaban, y otras tan recientes que aún sangraban o estaban vendadas.

Cada cicatriz tenía una historia. Algunas eran de batallas pasadas, de enfrentamientos con gente como yo, mercenarios que no sabían más que matar. Otras, mucho más personales, como el disparo en mi espalda, que aún ardía con un dolor punzante. Un disparo limpio, directo al corazón, que me había dejado tirado en el suelo por más de una hora. Un disparo que, por suerte o por destino, había fallado, y que me había dejado vivo, aunque al borde de la muerte.

Las vendajes que cubrían las heridas de ese disparo en particular eran nuevos, algo que no me sorprendía. Había estado luchando, corriendo, escapando de la muerte, y no había tenido tiempo de preocuparse por si esas heridas sanaban correctamente. El dolor de la herida de bala era el menor de mis problemas ahora.

Pero no todo era sangre y dolor. Había marcas que se veían más profundas, algunas apenas visibles, otras grandes, rojas, donde las cirugías de emergencia habían tratado de salvarme. Recuerdo los momentos en los que había estado en el borde de la vida y la muerte, el tiempo en el que me habían llevado a esos malditos médicos, la gente de V.I.D.A., para repararme. Esas marcas, esas cicatrices, representaban años de lucha, de sobrevivir.

En mi abdomen, había una línea fina que atravesaba casi todo el costado, una herida de hace tres años que me había abierto por completo después de una explosión. Aún me costaba recordar la cantidad de sangre que había perdido. No sabía cómo había sobrevivido a eso.

Los soldados me observaban en silencio. Sabían lo que significaban esas cicatrices. Nadie que viviera una vida como la mía saldría indemne. Cada marca era una prueba de lo que había pasado, de lo que había sido y de lo que había sido capaz de hacer. Cada una de esas cicatrices tenía un peso, una carga que nadie más podía entender, pero ellos la veían.

—Vaya... —murmuró el soldado japonés, sin apartar los ojos de mi cuerpo. —Este tipo ha estado en muchas batallas.

El oficial francés observó, pero no dijo nada. En su rostro, podía leer que no le gustaba lo que veía. Me estaban evaluando. Estaba claro que no podían ver simplemente a un niño herido, sino a un superviviente, alguien que había pasado por las peores condiciones y había salido con vida.

—¿Qué nos puedes decir sobre estas cicatrices? —Preguntó la mujer rubia que había estado cerca de mí antes. Su tono no era de reproche, pero sí de curiosidad.

—Son lo que soy, —respondí sin mirarla. —Son parte de mi vida, y eso es todo. No importa si son viejas o recientes. Algunas vinieron con el entrenamiento, otras con la supervivencia. Me detuve un momento, respirando con dificultad. —No voy a contarles mi historia. Sólo sepan esto: si quieren que les ayude, me quedo con mis cicatrices, y ustedes con las suyas.

Silencio. Nadie habló por un momento, solo el sonido del viento que se filtraba por las rendijas de la habitación. Todos estaban observando, evaluando, y eso era todo lo que podía hacer en este momento.

Al final, el oficial francés asintió, como si ya estuviera preparado para lo que era evidente.

—Te ayudaremos, —dijo con voz firme. —Pero no olvides que aún estamos en territorio enemigo. Y mientras tanto, no confiaremos del todo.

More Chapters